Memorias de una pulga
Capítulo III
No creo que en ninguna otra ocasión haya tenido que sonrojarme con mayor motivo que en esta oportunidad. Y es que hasta una pulga tenía que sentirse avergonzada ante la proterva visión de lo que acabo de dejar registrado. Una muchacha tan joven, de apariencia tan inocente, y sin embargo, de inclinaciones y deseos tan lascivos. Una persona de frescura y belleza infinitas; una mente de llameante sensualidad convertida por el accidental curso de los acontecimientos en un activo volcán de lujuria.
Muy bien hubiera podido exclamar con el poeta de la antigüedad:
‘¡Oh, Moisés!”, o como el más práctico descendiente del patriarca: “¡Por las barbas del profeta!”
No es necesario hablar del cambio que se produjo en Bella después de las experiencias relatadas. Eran del todo evidentes en su porte y su conducta.
Lo que pasó con su juvenil amante, jamás me he preocupado por averiguarlo, pero me inclino a creer que el padre Ambrosio no permanecía al margen de esos gustos irregulares que tan ampliamente le han sido atribuidos a su orden, y que también el muchacho se vio inducido poco a poco, al igual que su joven amiga, a darle satisfacción a los insensatos deseos del sacerdote.
Pero volvamos a mis observaciones directas en lo que concierne a la linda Bella.
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